El tren, atestado de viajeros, llegó a su parada. Tras haber guardado en la mochila el libro de Ortega y Gasset que estaba leyendo, Fernando se acercó hasta la puerta más cercana, dispuesto a salir. A pesar de que llegaba con tiempo, decidió ponerse en el carril izquierdo de las escaleras mecánicas -el de adelantamiento en teoría-, mientras continuaba con los cascos puestos. Bajó el volumen de tal manera que la música era solo un mero acompañamiento, una melodía de fondo que se perdía entre las conversaciones reales que iban teniendo lugar a su alrededor.
Al llegar al final de las escaleras escuchó por primera vez al violinista del que, durante los seis años que duraría su carrera, siempre dudó si no era igual que el famosísimo músico aquel al que, como prueba de un periódico, le pusieron a tocar un día en el metro para comprobar si le daban más dinero que a cualquier artista callejero. Del violinista subterráneo contaba la leyenda que superó con cum laude la prueba de validez ideada por la alcaldesa Ana Botella. Fernando nunca quiso comprobarlo.
Al salir a la calle, ya sí que se quitó los cascos para empaparse de la atmósfera del que, desde aquel día y para siempre, sería ya su barrio. Anduvo solo, nervioso, casi al mismo nivel que cuando llegó al colegio. Iba superando facultades, mirando a desconocidos y memorizando casi cada rostro femenino con el que se cruzaba. Por entonces la serie Cómo conocí a vuestra madre estaba presente en todos lados y Fernando quería estar preparado para contar a sus hijos lo que sintió la primera vez que vio a la mujer que les trajo al mundo.
Ya había estado en ella un par de veces antes pero, como en cualquier espectáculo, no es lo mismo los ensayos que la función en sí. La Facultad de Filosofía y Letras, cuyo nombre seguía sin cambiar como un guiño a la nostalgia –o como una necesidad de mercado, vaya usted a saber-, apareció ante Fernando. Entre graffitis y una atmósfera menos acogedora de lo esperada, Fernando entró en el edificio central. Más que filosofía, la facultad rebosaba política, a causa de una huelga que los más veteranos ya planeaban para la próxima semana.
“Ontología, Aula 209” llevaba en un post-it apuntado Fernando, a pesar de que cada dos minutos desde que salió de casa se lo repetía de manera compulsiva su cabeza. Entró a clase de los primeros, cogiendo sitio en una de las últimas filas de un habitáculo no especialmente grande. Soñando con el Aula Magna le cogió la llegada del profesor, cuyo aire anticuado y de vuelta de todo ya se ajustaba más a lo que esperaba encontrar. Esperaba una declaración de intenciones y en dos frases se la encontró. “Buenos días, señores. Huyan de aquí mientras puedan”, fue la primera; la segunda “Cuéntenme lo buen filósofo que son tirando de escepticismo”.
Fernando cogió el folio en blanco y respondió de una manera más esquemática aún: “Ninguna teoría se demuestra a sí misma”. Una década después, con su oposición aprobada, el ahora profesor les pidió opinión a sus alumnos sobre esa misma oración. Solo escuchó su eco.
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