La primera impresión es siempre importante y casi siempre injusta. Con los libros que me dejan suelo casi todas las veces jugar al mismo juego: valorar la portada, leer la contraportada y, en su interior, –a la mierda la introducción o el prefacio– ir hasta el primer punto. Si es prestado me gusta dar un voto de confianza a quien lo ha hecho, porque seguro que su recomendación va con la mejor de las intenciones, así que sigo leyendo. Pero el impacto ya está ahí, con sus tres opciones: apasionarme, levantar mi curiosidad o dejarme frío.
La historia de “El precio”, dentro del libro de Criaturas de la noche, empezaba así: “Los vagabundos y los trotamundos suelen dejar marcas en postes, árboles y puertas, para que otros como ellos sepan algo sobre la gente que vive en las casa y granjas por los que pasan en sus viajes”. Buen inicio, pensé, voy a buscar algo más sobre el tío que escribe esto. El señor Google, en su primera entrada, me cuenta que Neil Gaiman, su autor, es una persona que comenta de sí mismo que se parece a Stephen King. “Sí, como yo, que tengo la elegancia con la raqueta de Roger Federer, no te jode”, me dije.
Marcas de infancia
Cerré el libro, que dejé boca abajo abierto sobre ese primer capítulo. Ya que estaba con el ordenador, decidí navegar un rato, aunque reconozco que no era capaz de quitarme de la cabeza la fanfarronería y ese buen comienzo. Me recordaba a varias cosas. Pensé en las Diez Plagas de Egipto, la primera venganza a lo grande conocida. Éxodo, capítulo doce, versículo trece: “Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto”. Inspiración divina la de Gaiman, vamos. Lo de que la historia es cíclica y lo del siglo XX, con Alemania, Israel y Palestina, ya nos lo sabemos todos.
“Baja un poco el listón, colega”, me sugerí. Y sí, conseguí enternecerme con dos flashazos de mi infancia: La película de La dama y el vagabundo, por un lado, y Los trotamúsicos, por otro. La primera relata la historia de amor entre la hogareña y mimada Reina y el callejero Golfo –humor fino entre líneas el del visionario Walt Disney-, cuya traducción al humano es “chica buena se enamora de chico malo, al que termina cambiando y llevando al redil”. Muy bonito, como Grease, pero, en vez de carreras de coches, besitos perrunos en un callejón mientras se comen el mismo spaguetti. Otra carpeta que cerrar.
De la serie que emitió Televisión Española cuando yo era pequeño sí que conservo un recuerdo magnífico, cosa que comparto con mi generación y suele ser objeto de nostalgia en ciertas reuniones de amigos. Koki (el gallo), Tonto (el asno), Lupo (el perro) y Burlón (el gato) eran unos adorables Beatles de Bremen, que vivían aventuras capítulo tras capítulo defendiéndose de Chef, Bestia y Tapón, mientras sacaban a flote su banda de música. Las virtudes de cada uno quedaban eclipsadas por la amistad, sentimiento con el que vencían todas las adversidades. Amistad es igual a fidelidad más compañerismo. Gracias a Internet, me vi tres capítulos seguidos. Realmente me sentía más feliz que hacía hora y algo.
Marcas de adolescencia
Como mezcla de las otras dos corrientes, y avanzando hacia mi adolescencia, me vino a la cabeza la historia de otros animales protagonistas. Pero ya estaba creciendo, así que de la TV pasé a los libros. De Platero y yo, del tío Juan Ramón, solo me quedan ensoñaciones. Del grupo “Platero y tú”, germen del más conocido “Fito y los Fitipaldis”, más realidades. Las primeras fiestas. Las primeras borracheras. Los primeros desamores. Cambiemos.
Fui con Snowball y Napoleón, los cerdos revolucionarios que ahora serían del 15-M. George Orwell, socialista de la vía troskista, creó con Rebelión en la granja una fábula de durísima propaganda contra el comunismo de Stalin. En su momento el libro me maravilló sin entenderlo. Una vez encajadas las piezas, esta “historia premonitoria de la URSS” me resultó totalmente sublime. Lo que no fui capaz de recordar -y tampoco quise buscar- fue la canción de “Bestias de Inglaterra”. Así me “obligo” –bendita obligación- a releerme la novela, me volví a decir. Y 1984. Y ver de nuevo V de Vendetta.
Con la tontería se había hecho la hora de dormir. Habría que decidir al día siguiente si retomaba o no la historia de “El precio”. Mientras tanto pensé que la tarde no había sido tan inútil: ni soy vagabundo ni soy trotamundos pero no podrás negar, amigo lector, que te he dejado los postes, los árboles y las puertas llenos de marcas.
Foto: RTVE.es