–Para mi joven amigo Álvaro, periodista, que como Margaret, se implica hasta el infinito para conseguir sueños de futuro.
A mi lado está sentada Margaret. Ocupa una mesa junto a la mía frente al mar. Quizá setenta años de medio vida. En el fondo de unos inmensos ojos color lavanda resplandecen gotas de sueños rotos. Me habla con frases y palabras entrecortadas. Hoy hace buen día –comenta con voz titubeante, como si arrastrara el alma–. Parece dirigirse al vacío. Yo sonrío y asiento, pero me muerdo la lengua para dejarla hablar.
Gira su rostro hacia mi lado. Ante mi silencio, objeta:
-No todo el mundo sabe escuchar– continúa marcando en su cara un atisbo de sonrisa.
Alarga su brazo y toma la taza de la mesa con su mano derecha para llevarla hasta sus labios y, con la izquierda el platillo que hay debajo persiguiéndola, para evitar que alguna gota se derrame en el camino. Tras un pequeño sorbo, deja el plato y la taza. Me tiende la mano y se presenta. Sin darme tiempo a replicar, continúa hablando.
Me confiesa su historia descendiendo a los abismos del pasado. Su rostro húmedo de lágrimas grises de acero. A veces se detiene y pasa unos largos segundos callada. Su mirada se pierde en el mar y parece leer en sus espejos, quizás, contándose los años y los sueños rotos.
Ahora calla, dubitativa, largo rato. Sigo a su lado, mudo, inmóvil, simulando meditar sus palabras arrancadas. A veces la miro de soslayo. Su vista está perdida en el horizonte, allí por donde ahora pasa el velero.
-Es bueno, a veces, escupir el pasado– me dice con palabras mordientes.
Enfrente, un viejo pescador emerge vestido de redes. Margaret ha desatado esta tarde secos nudos marineros del pasado.
«Aquel bombardeo –continúa–, hundió mí vida y mis oficios reporteros». Un arcano incidente; nada se puede contar más allá de lo dicho.
-Gracias por saber escuchar con tanta paciencia –sonríe agradecida-. Podré decir que un día conté mi historia a un amigo desconocido.
Me hubiera gustado dejar grabadas mis huellas en las arenas de esta playa acompañadas de sueños e ilusiones de futuro dibujados Su silla eléctrica de inválida se separa de la mesa y gira con pericia, dejando tras de sí al crepúsculo conmigo. Cuando se aleja, una luz horizontal descarga brillos de plata sobre sus cabellos agotados bajo su sombrero.
Sin voz, sigo mirando al mar y guardando en mis memorias un relato crudo. La carga arrastrada de por vida de una mujer que su único dislate fue tener la valentía de exponerse para enseñar al mundo la cruel realidad de las guerras.
Antonio Ventura es otro de mis grandes amigos -y escritores- que descubrí en las clases de creación literaria. Una prosa musical, de frases largas para ser bebidas con tranquilidad, va marcando el ritmo. Para escuchar a Antonio, imaginen la más cálida de las voces que les susurra al oído mientras están frente a la costa. Ventura, un escritor prolífico, es una bóveda auditiva y un placer para los sentidos.