Posee una arbitraria tendencia el ser humano a enaltecer los recuerdos, pero lo que ocurrió, visto tras la perspectiva de los cristales de las gafas del paso de los años, sí que tuvo, de alguna manera concluyente, la extraordinaria magnitud que sus protagonistas le conceden cuando rememoran nostálgicos ante sus familiares y amigos ese tiempo extinguido y aquel lugar perdido.
Créanme: yo permanecí allí el periodo suficiente para saber separar, ahora que las entradas y las canas reemplazan a la melena en mi cabellera, lo que es real de lo que es fraudulento. Lo que merece la pena de lo que no. Lo que es de lo que debería ser. Créanme, insisto: yo estuve allí la etapa necesaria para saber diferenciar aquello que algunos nos venden después como verdad, aunque en su pretérita existencia fuese mentira. Tan sólo una historia hipócrita y simulada, un embuste guionizado con melancolía por la necesidad que tenemos de creernos mejores de lo que, en realidad, todos nosotros somos.
Los inicios
Al contrario, aquella redacción, sin pretenderlo, sí que fue lo mejor de todos los que de ella formamos parte.
Muchas veces a lo largo de estos años transcurridos entre la vivencia, el recuerdo y el olvido, me he preguntado cuáles fueron los motivos del exitoso resultado de aquella conjunción de tan diversas personalidades. Supongo que el talento fue tan importante como las ganas de trabajar. Me imagino también que la satisfacción de ver recompensada nuestra vocación con libertad creativa y reconocimiento fraternal supuso otro de los cimientos para edificar el triunfo de aquella idea, en cierto modo, por aquel entonces, revolucionaria.
Tal vez la espontaneidad vital de esos universitarios dispuestos a recorrer centenares de kilómetros para aprender se combinó sigilosamente con la tranquila paciencia de aquel redactor que no necesitaba ni siquiera hablar para ser imprescindible. Quizá, en el fondo, lo único que nos movió a todos fue encontrar inesperadamente un líder, discreto y mesurado, que siempre avanzó al mismo tiempo que lo hacíamos los demás, en equipo.
Puede que, al final, aquello sucediera porque hay cosas que, sencillamente, tienen que, a la fuerza, suceder.
Lecciones
Pero lo que a estas alturas de nuestro relato es ya innegable es que aquello sí sucedió y que nos dejó a todos nosotros algunas enseñanzas que, pese a nuestra querencia innata a la equivocación, deberíamos aprender.
La primera, conceder a la década de nuestros veinte años la envergadura que probablemente merezca y que habitualmente queda diluida entre la efervescencia del camino hacia la mayoría de edad y la acomodada madurez de los treinta.
La segunda, creer en nuestras posibilidades, en todo lo que somos capaces de hacer, cuando llegan aquellos días nebulosos en los que la incertidumbre y la inseguridad se apoderan de nuestros pensamientos, de nuestros deseos, de nuestros objetivos y de nuestras ilusiones.
La tercera, disfrutar cada día de nuestra vida, aprender de cada cosa que hagamos y agradecer a cada persona que nos acompaña en nuestro camino porque el día menos pensado, de forma triste e inesperada, el presente se convierte en pasado y todo aquello que tenías, todo aquello que lo fue, ya no estará más.
Eso, en definitiva, supongo que es lo que nos queda de aquel siglo XXI que está cada vez más lejano en el tiempo, pero que aquellos que tuvimos el privilegio de vivirlo todavía lo sentimos cercano. Y que, me temo, así seguiremos sintiéndolo en este futuro dinámico al que llamamos vida.
Sergio Alberruche es periodista y ha trabajado, entre otros medios, en el Guadalajara Dosmil y en el diario AS. Actualmente podemos leer en A la contra o en dos páginas, la propia y la de sus andanzas en Estados Unidos. Además, en 2015, publicó su libro «Una canción», que desde aquí recomendamos.