Marta se había encargado de hacer una tarta que se había quemado y no olía tan bien como debía. Manuel había comprado un bastón, pero la madera estaba ligeramente astillada. Luis y José traían una bufanda envuelta en un horrible papel de regalo color oro. El sombrero de Mónica no pegaba con el resto de ropa que llevaba. Juan se había ido al baño a masturbarse. El terminal de teleasistencia, normalmente al lado del teléfono fijo, estaba en el suelo. Leo, borracho como de costumbre, cerró la puerta del salón pegando un portazo. Yo estaba impecable.
El abuelo, sentado en el sillón en el que siempre había estado la abuela, babeaba. El líquido, que caía con la lentitud de un moco y tenía algo de verde, fue a parar a un babero que un día fue manta. Cuando mamá se dio cuenta, corrió a socorrerle. La mesa, a falta de las bebidas, ya estaba preparada. La televisión estaba demasiado alta. Literalmente. Para que el abuelo la pudiese ver en el sofá reclinable, estaba como a unos dos metros de altura. En el hospital era igual, la verdad. También el volumen estaba por encima de lo que cualquier persona hubiera considerado como normal. Por su culpa. Pero no pasa nada, porque nadie hablaba entre sí. Nadie miraba al de al lado. Yo sí los observaba, desde mi rincón, apretujando la pelota antiestrés con la mano derecha.
Ni mis fiestas de cumpleaños me gustan. He tenido quince y, descontando las que no recuerdo, ninguna salió bien. La razón es sencilla: los regalos siempre han sido horribles. Solo mamá, intentando llegar a todo y al final no haciendo nada, se salva un poco. La abuela nunca se pudo mover y ahora que está muerta, su casa para mí es un asco. Si tuviese más valor, me cargaría a pedradas los cristales de la cocina, rompería todas las fotos en las que salgo con Leo y tiraría por la ventana la lámpara que me dio luz todas las noches de aquel largo invierno. Pero lo único que hago es pasarme la pelota de mano en mano.
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