Eran, por el reloj de mi móvil, las 00:08 del, ya, 18 de mayo de 2013. Cebolla Rodríguez pegó un pelotazo desde campo propio que Falcao se puso a perseguir. Diego López volvía hacia su portería mientras Xabi Alonso, creo recordar, trataba de hacer la cobertura. No oí pitar al árbitro; tampoco le estaba mirando. De repente los jugadores de campo dejaron de correr mientras que los que estaban en el banquillo vestidos de rojiblanco entraban en el césped dando saltos de alegría. Mi lado de la grada rugió en una mezcla indescriptible de júbilo y alivio. El Atleti acababa de ganar un doble título: el de la Copa del Rey y el de la victoria a los fantasmas que llevaban catorce años acechando.
Unas horas antes, los seguidores rojiblancos fueron llegando al Bernabéu. La calle Padre Damián y los alrededores acogieron a unos aficionados deseosos de hacer la previa entre cánticos y bebida, el mejor cóctel para hacer brotar una adrenalina ya de por sí muy presente en cada uno de ellos. Como sucedería después, la cuestión es cómo se exterioriza pero el sentimiento de los colchoneros debía ser parecido: expectación, miedo –a perder y a ganar-, aceleración, nerviosismo, presión.
Aunque en zona enemiga –o precisamente por eso- también estaban sorprendentemente confiados, convencidos que, de alguna manera, esta vez sí sería. Muchos esas palpitaciones las tenemos siempre. El consuelo que quedaba era que si la batalla se perdía, al menos el refugio quedaría muy cerca. Volvería a ser un golpe duro, pero la costumbre hace el callo.
La llegada del Atleti
Seguro que no se les había olvidado, pero el equipo comprobó a su llegada en autobús que esa noche tampoco iban a estar solos. Que, si bien los que llevaban bufanda no podrían entrar en el rectángulo, allí estaban ellos para trasladar el Calderón a la Castellana y escoltarlos hasta donde hiciese falta. Para volver a ganar el derbi que, año tras año, siempre se llevan: el de la fidelidad y los decibelios. Cada uno fuimos tomando asiento en ese fondo norte invadido para la ocasión, conscientes de nuestro papel: no desfallecer, animar y gritar. El de los muchachos de abajo era servirnos la venganza, no en plato frío sino en puchero caliente, que nosotros preparábamos desde fuera.
Después de un acuerdo tácito con el himno de España, comenzó el envite. Lo bueno de haber perdido/empatado tantos derbis es que como has caído de todas las maneras posibles, ya nada te sorprende. Un Madrid superior golpeó primero con su Hércules particular. Y, sí, el puñetazo en el estómago dolió y por la cabeza volvió a pasarse esa expresión tan hiriente y cargada de significado: “lo de siempre”.
Por unos instantes anestesiados, volvimos a erguirnos para recordar cuál era nuestro trabajo. Pocos momentos después del gol, la afición del Atleti volvía a estar por encima de la rival. Mientras, en el terreno de juego, algo había cambiado: las caras de desolación del último enfrentamiento, cuando los madridistas habían vencido con su segundo ejército y casi sin pretenderlo, se habían transformado en palmas de ánimo a sus compañeros. De un Koke alicaído en el Calderón se pasó a un Falcao que tenía pocas ganas de tirar la toalla tan pronto.
Levantar la cabeza
Y sí, el partido empezó a cambiar. No sé qué vino antes, si el repliegue de los de Mourinho, la avanzadilla poco a poco de las tropas indias o la guerra de guerrillas que se instauró por tierra y aire. Un choque de choques era lo que le interesaba a Simeone, consciente de la inferioridad técnica y con la teoría de que, quizá, ésta era la única lucha que podía ganar. Murallas, atalayas, minas antipersonales y arqueros; nada de lucha a campo abierto.
Lo que pasa es que nuestros obreros más cualificados también son ingenieros. Falcao obtuvo el primer guiño de la fortuna al llevarse con algo de suerte el balón en un primer momento ante Albiol, para después girarse con maestría y encontrar el hueco en la trinchera rival. Diego Costa dirigió con potencia el misil. Casi abortado por el guardameta y ayudado por el palo –segundo guiño-, el balón blanco hizo blanco. En los blancos. De nuevo equilibrio.
Antes de la pequeña tregua llegó el tercer guiño del destino, haciendo que el disparo de Ozil fuera repelido con violencia por los seres neutrales de madera que el viernes se llamaban espantagoleslocales. Arriba nos volvió a entrar el miedo, hay que reconocerlo, porque volvimos a escuchar los susurros de esos espíritus a los que tratamos de dejar de temer, a lo niño de El Sexto Sentido. Pero nos volvimos a concentrar. Además, llegar vivos al descanso ya era una victoria en sí.
Empieza la segunda parte
Los atléticos no creemos mucho en la realidad. Cuando las cosas van de una manera, estamos convencidos de que cambiarán de manera opuesta rápidamente. Si vamos ganando, pensamos que de alguna forma la cagaremos; si a priori vamos a tener pocas oportunidades, nos agarramos a ese mínimo clavo ardiendo que surge con toda nuestra fe y todas nuestras fuerzas. La publicidad que todo el mundo hace de nuestra imprevisibilidad es en esos momentos impagable porque provoca que nuestros contrarios crean que podemos hacer cualquier cosa. Así que… ¿por qué no esta vez? ¿Qué mejor lugar y momento podía haber?
Y entonces llegó el punto de inflexión de la final. El Napoleón de turno mandó otro balón al poste y el aliado alemán, en el rechazo, se topó con un Juanfran que se puso en la trayectoria del esférico de la misma forma que Homer recibía cañonazos en aquel capítulo de Los Simpsons en el que se convertía en un fenómeno circense que iba de festival en festival. En ese instante un servidor, y creo que unos cuantos más, pensamos que la copa no se escapaba. Veíamos la cara de la moneda y no la cruz. Por una vez era impresionante observar que los desquiciados contra los hados y el árbitro eran ellos.
Dentro del nerviosismo, los que estábamos tranquilos y seguros éramos nosotros. Joder, si es que hasta el tercer palo nos pareció un augurio positivo más. Era la vida al revés porque el Atleti había abandonado el victimismo para abrazar a la confianza, la digna sucesora racional de la fe. De esas dos cosas saben mucho, respectivamente, el chamán enloquecido blanco, que decidió entonces autoexpulsarse, y el profeta argentino hacedor de milagros, quien insufló unas gotas más de motivación y optimismo a sus soldados. Ellos, con ganas de carne fresca, no iban a permitir que esas palabras sonasen huecas. Iba a empezar la prórroga y en un rápido referéndum en la grada se podían escuchar predicciones de todo tipo. Somos bipolares por encima de dogmáticos.
Miranda, el héroe
Si el Real Madrid había llegado y fallado, el Atleti debía tener una ocasión y meterla, para seguir la lógica del fútbol que dice que quien perdona la paga. Pero a Diego Costa se le encogió el pie como no había sucedido antes y a nosotros nos pasó lo mismo con el corazón. Un mal control de Koke en una contra que tenía pinta de muy peligrosa hizo que el balón se fuese a córner, lamentándonos por segunda vez en pocos minutos. No aprovechar tu oportunidad cuando la tienes es mucho más frustrante que carecer de la misma.
Creo que en esas andaba nuestra cabeza cuando el canterano del Atleti sacó su enésimo balón parado demasiado corto. Mientras lo maldecíamos, Koke decidió ser Geli en el 96 y le dio el disfraz de Pantic a Miranda, que aceptó encantado la proposición. El balón en las mallas y nosotros frotándonos los ojos porque, a veinte minutos para el final, el marcador indicaba que íbamos por delante.
Ya sucedió en el empate, pero en aquella situación todas las personas de tu alrededor se convirtieron en sujetos totalmente apetecibles de ser abrazados. No era exaltación de la amistad, como en las borracheras, sino de amor. De éxtasis por el Atleti, por ti y por mí. Después de ese desmadre general, tras ese subidón, vino una pequeña calma. Nos entró miedo. En los derbis estábamos resignados a la tristeza y temerosos de la felicidad porque esa momentánea ilusión siempre nos había sido arrebatada en el siglo XXI. Y volvimos, algunos, y no sé por cuánto tiempo, al victimismo, a la ley de Murphy y todo eso.
Qué manera de sufrir
Pero, tras ese rato de silencio, reaccionamos de nuevo aunque tampoco se nos habían pasado del todo las paranoias. Creo que como una forma de calmar los nervios cantamos, pensando que quizá así pudiese ser que el reloj avanzase más deprisa. Sufrimos un primer paro cardíaco cuando Higuaín desperdició el tradicional despiste defensivo que siempre el Atleti tiene frente al Madrid.
Dos despejes raros dejaron al “Pipa” delante de Courtois, que hizo la primera de las paradas de la noche. La segunda, más impresionante aún, recordó al portero que se sentaba en el banquillo del vecino. La simpatía extrema y agradecimiento a este larguirucho guardameta hizo que celebrase todos los doce puntos que al día siguiente le dieron a Bélgica en Eurovisión. Con el alma. En serio.
La respiración del aficionado del Atleti estaba a mil, pero lo peor tenía que haber pasado por narices, pensamos. Manejamos los tiempos, Ronaldo se fue a la calle y aún con todo a favor uno no podía estar tranquilo. Cosa, como dije antes, tanto del miedo al éxito como al fracaso. La historia se puede cambiar en un día; las mentalidades tardan bastante más.
Final
Y en esas habría que volver al principio. Al final del encuentro. Decía antes que la externalización de los sentimientos tiene muchos caminos. Está el estándar, que relaciona, por ejemplo, acontecimientos alegres con sonrisas, abrazos, saltos, gritos, etc. Pero no siempre es así. Las reacciones humanas son a veces imprevisibles. A mi alrededor vi todo lo esperable pero también adultos llorando a lágrima tendida, o un cierto shock que te hace pensar que lo que estás viviendo no es real.
El que les escribe, que vio el partido entero de pie, se sentó cuando el árbitro pitó, se enjuagó dos o tres lágrimas y, apoyado sobre la barandilla, solo alcancé a decir por unos instantes “madre mía, madre mía”. Después de ese momento de necesidad de soledad inexplicable me uní a la juerga colectiva. Durante el partido grité muchas cosas de las que ahora no estoy muy orgulloso. Creo que mientras tenía lugar la final no era yo del todo el que estaba allí, hasta que esa celebración me despertó de mi letargo. O quizá era mi “yo” más real. No sé explicarlo de otra manera que así.
La entrega de la Copa y toda la celebración posterior sí la tengo más nítida. La visión de un Bernabéu primero “rendido” y después semi-vacío y rojiblanco es algo que no olvidaremos jamás los que estuvimos in situ. Fue una pasada, con el fin de fiesta final de ver a Koke desplegando una bandera del Atleti en el centro del campo mientras apagaban las luces y nos íbamos marchando.
La espina
Bajando las escaleras de la torre D del Santiago Bernabéu vi a energúmenos personajes con la misma camiseta que yo cargándose parte del mobiliario. Imagino que serían los mismos tontos a los que también observé rompiendo lavabos o meando en un pasillo. Lamentable a más no poder. Pero también reparé en que todos parecíamos más delgados que antes de subir. Nos habíamos quitado un peso con el que habíamos cargado durante catorce años a modo de condena.
En el futuro cercano nos evitamos las continuas bromas en todos los ámbitos de la vida. Es verdad que es especialmente importante para los niños pero, más que los de catorce, que también, yo repararía en los que son un poco más mayorcillos y que han recorrido con conciencia, de principio a fin, este maldito túnel.
Es fútbol y al final es un equipo pero esto era como el trozo de comida que se queda entre los dientes. Puedes vivir, pero no terminas de estar del todo a gusto hasta que no lo sacas de ti. Sin esa gran espina clavada, ahora estamos mucho más cómodos. Los del Atleti tenemos protección y argumentos para defendernos cuando se tercie. La expulsión de la maldición, recordaré, se produjo a las 00:08 del 18 de mayo de 2013, según mi móvil.