Sigo compartiendo por aquí alguno de los trabajos que estoy haciendo dentro del Máster de Creación Literaria que curso este año. Si hace un mes traía un final alternativo a «Casa Tomada«, el cuento de Cortázar, ahora la cosa va de «darle movimiento y generar acción» en esta descripción de otro maestro, el premio Nobel Octavio Paz. Primero pondré mi versión de este extracto de su libro y luego el original.
El mono gramático (con movimiento)
La montaña de hojas y ramas, lo que yo llamo la mole verdinegra de la arboleda, se bambolea y amenaza con desplomarse. Mientas escribo, las copas de hayas, abedules, álamos y fresnos se vuelcan y voltean formando una masa líquida, un lomo de mar convulso. Sobre una ligerísima eminencia del terreno, el viento los sacude y los golpea hasta hacerlos aullar. Los árboles se retuercen, se doblan, se yerguen de nuevo con gran estruendo y se estiran como si quisiesen desarraigarse y huir. No, no ceden. Las raíces y los follajes sudan por el esfuerzo, ofreciendo una tenacidad feroz.
Me imagino a los árboles andando, destruyendo todo lo que se opone a su paso y, aunque su movimiento sea imperceptible, al contrario que la sangre que mana y los nervios que palpitan, la savia sufre, se retuerce, en silencio. La resistencia pacífica también es resistencia. Los mudos, los tullidos, los invisibles, los amordazados, también tienen derecho a gritar, aunque sus vibraciones resuenen menos. Los animales huyen o atacan, mientras que los árboles, en una lucha no menos digna, pelean por mantenerse en equilibrio como el niño que juega a hacer el pino. La gramática, siempre viva, no admite casualidades ¿La paciencia de Penélope vale menos que el heroísmo de Ulises? Por supuesto que no.
El mono gramático (original)
Tras mi ventana, a unos trescientos metros, la mole verdinegra de la arboleda, montaña de hojas y ramas que se bambolea y amenaza con desplomarse. Un pueblo de hayas, abedules, álamos y fresnos congregados sobre una ligerísima eminencia del terreno, todas sus copas volcadas y vueltas una sola masa líquida, lomo de mar convulso. El viento los sacude y los golpea hasta hacerlos aullar. Los árboles se retuercen, se doblan, se yerguen de nuevo con gran estruendo y se estiran como si quisiesen desarraigarse y huir. No, no ceden. Dolor de raíces y de follajes rotos, feroz tenacidad vegetal no menos poderosa que la de los animales y los hombres.
Si estos árboles se echasen a andar, destruirían a todo lo que se opusiese a su paso. Prefieren quedarse donde están: no tienen sangre ni nervios sino savia y, en lugar de la cólera o el miedo, los habita una obstinación silenciosa. Los animales huyen o atacan, los árboles se quedan clavados en su sitio. Paciencia: heroísmo vegetal.