Aquel pueblo le debía mucho al ‘Mi gran noche’. El karaoke-discoteca abierto hace nueve meses había hecho regresar a los jóvenes, a los que les habían contado que la generación anterior se había marchado a la gran ciudad para buscar alcohol, besos y toda la vida que la madrugada puede enseñar. Al frente estaba el bipolar Miguel, que alardeaba de haber leído tantos libros como discos había escuchado.
Miguel era feo, fuerte y formal; derrochador por el día y ponderado con la llegada de la luna.
Miguel cambió la noche que se tatuó la palabra reticular.
Miguel defendía lo público, y lo lúdico, pero por encima de todo se consideraba a sí mismo un explorador del campo a través de la vida.
Miguel decía que lo único incierto era el pasado. «Simplemente es que la memoria distorsiona la realidad» comentaba a quien quisiera escucharle.
Miguel era más chaman que barman. «Lo que yo sirvo son pócimas, no cubatas», apostillaba a quien quisiera escucharle.
Miguel nunca cogía el micrófono con el brazo derecho por culpa de una lesión de clavícula.
Miguel solamente cantaba por Raphael. Luisa, la paya de su vida, era la única que le sacó del registro para irse con Manolo Tena y su «Pasión gitana y sangre española, y el mundo en una caracola».
Miguel tenía un gallo de cresta multicolor llamado Luka. Su cacareo era lo último que se oía en ‘Mi gran noche’.
Miguel no tenía Facebook, pero alardeaba de seguidores en Twitter. Durante la happy hour el código «Postureo» te dejaba las copas a la mitad de precio.
Zurcir calcetines debajo de la barra del ‘Mi gran noche’ era su pasatiempo oculto.
Y así transcurría la vida en aquella localidad de Madrid. Como en tantos otros lados. Porque la vida está llena de Migueles. Quizá tú el primero.