“Lo he contado en demasiadas entrevistas” fue lo primero en que pensó cuando se dio cuenta de que en la bolsa no estaba su calcetín rojo. Todos los aficionados al fútbol en Inglaterra se sabían aquella historia. El gran Patrick Scholes llevaba jugando con calcetines rojos desde aquel partido de juveniles en el que se olvidó las medias en casa. Mientras que sus compañeros vestían completamente de amarillo, él parecía un semáforo desordenado: camiseta y pantalones como el resto, calcetines rojos y botas verdes.
Eso hizo sonreír al ojeador del Arsenal, al que le pagaban por saber separar el grano de la paja en los campos más modestos. Después a Patrick ese día las cosas le salieron bien, tan bien que aquel ojeador decidió llevárselo a Londres. 256 partidos oficiales había disputado con el club de su vida, siempre con sus calcetines rojos debajo. “Son mi amuleto”, decía de manera automática ante las preguntas de los periodistas.
Desde el final de la temporada anterior, sin embargo, Patrick se calzaba solo con uno de ellos. El derecho en concreto. Y es que, tras marcar con su pierna izquierda el gol decisivo en la última final de la Champions, el calcetín de dicho pie pasó a la sala de trofeos del Arsenal. “Ya no puedo hacer nada mejor con él” dijo aquel día. Todos los informadores sonrieron y le dieron la razón.
Lo que solo sabían Patrick y su mujer Anne era que el vicepresidente fue quien se lo ordenó con el objetivo de mejorar los ingresos de la visita guiada por el estadio. Los aficionados felicitaron al club y se sacaron miles de fotos con el calcetín durante esa temporada. Scholes, que notaba el tobillo desnudo, empezó a necesitar acariciárselo antes de saltar al césped para estar en calma consigo mismo. Eso no llegó a contárselo ni a Anne.
Quedaba una hora para el comienzo del choque contra el Leicester. Era la última jornada y los dos necesitaban ganar para llevarse el título. Un empate le daba la Liga al Manchester City. Patrick, inquieto, preguntó a cada uno de sus compañeros si habían visto algo. También al utillero, encargado de poner las equipaciones en el vestuario. Nada. El delantero, entonces, recibió un Whatsapp de un número desconocido: había una foto de su calcetín y el texto “Hoy no hagas nada. Te estaré vigilando”.
Arsene, su entrenador, avisó a seguridad para que nadie saliese del campo y estuviesen atentos a cualquier incidencia. Realizó un segundo movimiento: explicó en Twitter lo sucedido. En cuestión de minutos, los mensajes habían sido compartidos por cientos de personas y todos los aficionados que accedían al estadio sabían lo que pasaba. De repente, 60.000 personas, ya nerviosas de por sí por lo que estaba en juego, registraban visualmente a los de su alrededor en busca del calcetín de su estrella.
“Aparecerá, no te preocupes”, le dijo el técnico a su capitán. Asintiendo sin convicción, Scholes salió a calentar. Sus aficionados le arroparon con una gran ovación a su entrada en el césped. Él devolvió el saludo y buscó entre el público posibles caras culpables. También cruzó la mirada con Kahn, el portero de Leicester, que minutos antes se había mofado en Twitter del mensaje de Arsene. Kahn sonrió con malicia a Scholes, que se hizo más pequeño. No actuó igual Allan Collimore, el joven delantero rival, en cuyos ojos Patrick creyó encontrar complicidad. El del Arsenal agradeció internamente ese gesto de compañerismo.
Patrick Scholes, dirían las crónicas después, jugó el peor partido de su carrera, dentro de lo que ya estaba siendo una mediocre campaña. La suerte y las paradas de Rasmussen, el guardameta del Arsenal, hizo que el marcador terminase con 0-0. Dos aficiones decepcionadas y otra, la del Manchester City, en éxtasis. Aunque la del Leicester tenía algo más que tristeza: rabia. Ésta la aglutinó Collimore, que tiró un penalti a las nubes en el minuto 83. Como Patrick había cumplido, los captores le devolverían el calcetín y podría, estaba convencido, volver a encauzar su carrera. El golpe que esto le supondría a Allan estaba por ver.
Patrick entró en la habitación 903 del hotel Batistuta, el sitio convenido para el encuentro. Sobre la cama estaba su preciada prenda, que cogió de un salto. En una esquina esperaba un hombre trajeado, que no necesitó decir palabra alguna para disfrutar de la situación. Cinco minutos después de marcharse Scholes, llegó Allan Collimore. Llorando, el joven se colocó en la esquina contraria a la del hombre trajeado, que en ese momento tiró unas fotos sobre la cama. En ellas se veía a Collimore besándose con otro hombre.
– Como tú te portaste bien, nosotros también lo haremos. Estas son las últimas fotos comprometidas que tenemos tuyas. Ni tu mujer ni tu hija conocerán, al menos por nosotros, tus verdaderos gustos-.
El hombre trajeado dejó a Collimore solo en la habitación, guardándose las fotografías que acababa de coger. Hizo una llamada. Al otro lado de la línea estaba el presidente del Manchester City.
– Jefe, paquetes entregados- dijo.